Esta mañana de febrero estaba nublada y hacía un poco de frío, pero decidimos igualmente hacer nuestra salida matutina de kayak de mar.
Salimos del puerto paleando tranquilamente. En contacto con los elementos. En silencio.
En el momento de volver, se había levantado un poco de viento.
Soplaba en sentido contrario al nuestro. El mar se movía. Y, por más que paleaba, tenía la sensación de no avanzar. Es más, tenía la sensación de que el mar me estaba aspirando y me llevaba para atrás. Así que redoblé las fuerzas. En vano. No conseguí avanzar.
Además, el viento empujaba mi kayak hacia un lado, desviándolo del objetivo: el puerto. Me concentré, intenté avanzar con todas mis fuerzas, apretando con los brazos y las piernas.
Nada…
En este momento, entre la inquietud y un sentimiento de impotencia, algo dentro de mí me invitó a parar. A dejar de luchar. A escuchar el mar. Su movimiento. Su danza.
Me tranquilicé. Y en esta escucha, empecé a sentir el vaivén del mar, como por momentos me llevaba hacia atrás y el segundo después me empujaba en la dirección que quería. Así que adapté mis movimientos a los suyos, y empezamos a danzar juntos. Cuando me llevaba hacia atrás, paleaba suave para conservar el equilibrio, y cuando me empujaba hacia adelante, paleaba con más fuerza.
Y mi sensación inicial de impotencia se transformó en un fluir, en una armonía con los elementos, con la situación.
Este día, entendí en carne propia, mejor dicho “incorporé”, la enseñanza del Wu Wei taoísta, de la no-acción: no luchar contra los eventos gastando energía inútilmente, sino pararse, observar, prepararse, dejarse sentir y, cuando las circunstancias sean favorables, allí sí, actuar.
De esta manera, la acción se ve decuplicada.
Mi sensación es como si el aire, el espacio delante de mí se abriera (como Moisés con las aguas), y en este instante todo fuera posible, alcanzable.
Como cuando, dentro del kayak, llegan momentos en que me siento perfectamente alineada con mi centro y el centro exacto de la pala, como si ella y yo fuéramos una. Siento fluidez y precisión en mis movimientos. Me siento potente.
Luego este momento marcha, y ya no fluye tanto. No avanzo tanto. Me canso más.
Antes de este día, me peleaba contra el momento de “bajada”, por decirlo de alguna manera, no lo aceptaba, quería que todo fluyera siempre. Y que las cosas fueran como yo quería. Fue así, paleando en el mar, que aprendí que este momento de alineación no se puede agarrar ni prolongar.
Que sólo puedo procurar crear las circunstancias que favorecen su aparición. O sea, preparar el terreno. Prepararme, entrenarme. Que sólo puedo disfrutarlo cuando llega. Y dejarlo ir cuando marcha. Deseando su próxima visita. Disfrutando de lo que se presenta mientras tanto.
Sabes, como cuando a veces aparece este fluir de la vida (estar en el flow, como se dice ahora) que nos hace sentir que estamos justo en el lugar y el momento adecuados y que lo que hacemos parece más fácil, más eficiente, hasta más alegre. Como si un mago nos hubiera concedido poderes. Como si estuviéramos en la cresta de una ola. ¿Te ha ocurrido también?
El mar me lo enseñó. Siento una gratitud infinita.
Valérie Espinasse